
TRADICONES
COMALA
TRADICIÓN COMALTECA
¡VAMOS A COMALA!
¡Ándele compadre, ya deje la chamba!
¡Ya se oyen los cohetes, vamos a Comala!
Se acerca la hora, el camión no tarda,
uno de los verdes que va a San Antonio.
No nos cuesta mucho, un peso tan solo,
¡Píquele compadre, vamos a Comala!
(José T. Lepe)
Entre el cotidiano vivir del pueblo de Comala, que parece estar en un letargo de paz y armonía, llega el primer día de sus fiestas que hacen olvidar todos los problemas de la vida y todo se vuelve encanto, ánimo y alegría para ofrecer, como en incontables años pasados, un novenario más a la Virgen del Tepeyac.
Como olvidar aquella tradición, ida ya, en que la víspera a la celebración incontables niños vestidos de inditos, montados en burritos y adornados éstos según el ingenio familiar recorrían las calles, haciéndose acompañar de sus madres y hermanas, quienes vistiendo y luciendo su hermosura con el traje regional, entregaban casa por casa el programa de los cultos a realizar.
Ocultado el sol tras las agrestes montañas del Cerro Grande que limitan el horizonte a nuestros ojos, el estallido de un cohete, allá por la calzada, rompe el contagioso silencio de mi gente, anunciando la llegada de la tradicional cabalgata que desfila por las calles empedradas y empinadas de mi pueblo, integrada por la belleza incomparable de Nuestra Graciosa Majestad, las notas musicales de bandas y mariachis, el par de títeres gigantes que representan el aspecto cómico de dos enamorados y el interminable grupo de jinetes, algunos improvisados, montando desde briosos corceles hasta quijotescas cabalgaduras.
Antes de que allá por el Oriente inicie la claridad vacilante y el sol despida sus rojizos rayos, se rompe el silencio del sueño tranquilizador con el repique producido por los conos de bronce, pendientes de la torre de la iglesia y los truenos de cohetes y morteros, continuando las notas musicales de la banda entonando las mañanitas, seguidas por la chirimía y que con fervor dedican a la Virgen María.
Al medio día, cuando el sol despide sus rayos con un calor abrasador, el convite que anuncia el recibimiento del día, recorre algunas calles, seguido por la chiquillería.
Se escucha el mariachi tocando un alegre son y luego las cantadoras entonando una alegre canción, dan vueltas al jardín, invitando a los presentes que las siguen entusiasmados, con sus gallos bajo el brazo, deseosos de cruzar apuestas, al giro o al colorado, en el palenque instalado en la casa de Don Manuel.
Después del comelitón ofrecido al ganadero del día, familiares, vaqueros, invitados y muchos colados, la banda en el jardín ejecuta a manera de invitación, con maestría sin igual las notas musicales “El Toro”, para trasladarse a interrumpir la quietud y tranquilidad de los moradores del barrio de “Los Aguajes” y encaramarse sobre la estructura hecha por manos hábiles y expertas, con troncos de árboles añosos y vigorosos, cubierta con carrizos y petates.
En el centro del redil, construido allá por los años treintas, en forma circular y con resistentes adobones, una docena de jinetes, deseando atraer la atención de los presentes, hacen bailar sus pencos al momento que el mariachi del “Chiquillo” o del “Pío” tocan algún alegre son colimote.
Las miradas se concentran en las trancas del toril ya que los asistentes, cual más, cual menos, saben de la lazada, la pialada, jineteada y hasta del descollo en la toreada. Ágiles y bruscos son los movimientos del embravecido astado deseoso de echar por tierra al intrépido jinete, quien con maestría sin igual le doblega para ser premiado con un beso de la Reina y evitar que la banda le toque el vergonzoso adolorido.
El reloj instalado en el torreón del Palacio Municipal anuncia, con su repiquetear, las ocho de la noche y al unísono doblan las campanas del templo, que tiene encaramado a San Miguel, anunciando la peregrinación del día, misma que capitanean los carros alegóricos, seguidos por las danzas multicolores, la banda musical, la chirimía e innumerables fieles que portan faroles tricolores y que como fervientes devotos entonan el canto guadalupano.
El jardín es una verdadera algarabía resultando insuficiente para puestos, juegos y vendimias que invaden las calles aledañas, la sillita voladora de don Pascual, el tiro al blanco, los juguetes que vende el cascarrabias de Soto “el pata de palo”, los aros, la lotería de don Jesús Banda; sin faltar los antojitos de Ángela Castillo, Pachita Morales, Ramona Solís o de doña Concha Cobián; las cañas, jícamas y cacahuates de Pancho “el rancho”, Andrés Haro y Felipe Aguirre; las cajetas y birria de don Manuel González; los churros de Agustín Rojas y Miguel Figueroa; los raspados y “heladas” con botana de Cuca Salazar y su hijo Fermín Anguiano; así como la terraza del “Sinay” en donde amenizaría don Carlos Naranjo o alguna otra orquesta venida de Ciudad Guzmán o Guadalajara.
En el kiosco tocaba la banda y las parejas daban vueltas en la plaza a la antigua usanza de Comala, mientras que en la calle de don Prudenciano la olla con la sabrosa y olorosa canela a los parroquianos esperaba.
El domingo anterior al doce el pueblo se viste de gala para recibir a sus “hijos ausentes”, quienes desde las parotas caminan con alegría y entusiasmo en su peregrinar, para llegar a las doce hasta el Santísimo altar. A su paso por el DIF las autoridades les dan la bienvenida, arrojándoles flores y deseándoles feliz estancia con todos sus familiares.
Como olvidar la culminación de la fiesta con su desfile de carros alegóricos, el repiquetear ensordecedor de las campanas, el estruendoso tronar de cohetones y cámaras, así como el asombro de miles de ojos admirando el esqueleto de carrizo, realizado por manos de hábiles e ingeniosos artesanos, que al encenderse destella millones de luces multicolores y con sus movimientos va formando la estructura de un castillo para quedar en la cúspide del mismo la imagen coronada de la Santísima que la multitud, con lágrimas en los ojos, vitorea emocionada y agradecida al compás de los acordes de la banda que ejecuta el “Himno Guadalupano”.
Prof. Rubén Jaime Valencia Salazar
Cronista